Mi infancia en los Barrios Altos (1969-1979)

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¿De que parte de Perú eres? Me preguntaban allá en 1987 cuando con 17 años arribamos a Buenos Aires y me siguen preguntando día a día en todos los lugares donde me lleva la vida. “Soy de los Barrios Altos” respondo orgulloso… Asuu, lugar picante, me responden algunos, que creen conocerlo. Nombrar lugares del Cercado de Lima como la Quinta Herén,  la Plaza Italia o La Buena Muerte; la Quinta Baselli, el callejón “El Sable” o “Las siete puñaladas” seguro pintan un barrio poco tranquilo, pero eso si demás familiero. Pues de ahí vengo y varias generaciones de mi familia también.

El calendario marcaba un 14 de marzo del 1969, cuando el quinto hijo producto del amor de la familia formada por una pareja de vecinos, el flaco Alberto y la China Victoria, nació en la Clínica Miroquesada del Centro de Lima. Así que desde la cuna fui un animal de ciudades ruidosas, llena de asfalto, edificios, autos y buses. A mamá le gustaba un actor de novelas de la época y se le ocurrió ponerme su nombre…ja ja, ja. Un par de años después nacería la última de los Huayre Proaño, mi “Chatibiris” quien sería mi eterna pareja de juegos, paseos, peleas tremendas y risas en la vida familiar. Seis hermanos, una familia algo numerosa acomodada en una casa grande de dos plantas.

Jamás olvidaré la bulliciosa calle del “Último Suspiro” donde viví: en la esquina el Callejón el Buque, a media cuadra del popular callejón de las “Siete puñaladas”. Si hablamos de la bajada del Carmen, de las Carrozas o de espalda de Santa Clara, la gente del lugar ubica mi jirón rápidamente. Son los tradicionales lugares de los Barrios Altos, últimos reductos de la Lima vieja donde se afincaron tradicionales familias de la capital. Los enormes caserones coloniales y fincas republicanas se convertirían en populares callejones y quintas con el pasar de los años. Algunas conservan aún su arquitectura y sus balcones, pero lo que se mantiene son sus tradiciones y leyendas. En la esquina de casa está la “piedra del diablo” un monolito de piedra con un gran agujero por donde cuentan pasó el diablo (lo contó Ricardo Palma en sus tradiciones). Y así miles de historias de romances, almas en pena, famosos cantantes criollos y hasta antihéroes del barrio.

Barrios Altos era criollismo, serenatas, vecindad y eso se sentía siempre. Las fiestas en casa donde reinaba la jarana, el vals, la salsa y algunas cumbias en discos de 45, sonaban en el viejo tocadiscos para las reuniones familiares. Obvio que acompañado de sabrosos platos criollos donde el escabeche o el picante y exquisito ají de gallina de mamá china conquistaba a todos. Y ni hablar de las navidades en casa: enormes y poblados nacimientos o pesebres que hacíamos entre todos los hermanos, con árboles navideños de muchos adornos y luces. Luego de las doce y del abrazo familiar ir en busca de los vecinos de la cuadra y de los abuelos que vivían cerca de casa. Concurridas verbenas con ruidosos castillos, música criolla, picarones y anticuchos; o procesiones como la de la Virgen del Carmen, de las Mercedes, de San Judas Tadeo, del Señor de los Milagros con sus vistosos y jaraneros homenajes de las cuadrillas del barrio.

Tuve una familia de artesanos. Mi padre en su taller se esmeraba en enseñarnos a sus hijos varones el oficio de la joyería y el trabajo con el oro y la plata; fundir, laminar, cortar soldar, esmerilar, lavar, pulir, ensobrar. Creo que algo aprendimos. Mi abuelo zapatero, hacía enormes, indestructibles y vistosas botas para militares.  Todavía las recuerdo, tanto como su vieja guitarra y su cantar de valses y polkas de la Guardia Vieja: “Hay mi conejiiito… Hayyy por ti me muerooo… “ cantaba algo desentonado el viejo Huayre. Las sopitas y mis favoritas torrejitas de plátano de la abuela Matilde, hacían  nuestras visitas imborrables. En mi gran casa no faltaban los primos, los vecinos y las esperadas visitas de la tia abuela Hortencia que sentada en mi sala y mirando el inmenso ventanal a la calle, suspiraba y nos hacía escuchar una y otra vez el mismo long play de “Los Romanceros Criollos” al punto de aprender todas sus canciones de memoria desde los tres años. La leyenda familiar decía que la tía había tenido un gran romance en sus años mozos.

Pasados los cuatro años dicen que era muy travieso, aunque yo me recuerdo tranquilo. Si  aparecen en mi memoria momentos y olores imborrables, El viaje con todos mis hermanos a Huancayo, al mercadillo y el cerrito de La Libertad. Jamás imaginaría que luego las vueltas de la vida me llevarían a esos lugares como mi barrio adoptivo. Como olvidar mis corridas y el olor del pan francés caliente de las 7, de las 11 o de las 16 hs de la panadería “La Princesa”. O las incomparables empanadas dulces con su ajicito picantito de la panadería “Mercedarias”. O los cebiches y el arroz con mariscos de los chinos de la Buena Muerte. Los huariques y caseros de mamá para comer postres: arroz zambito, melcocha, ranfañote, champús, chapanas, cocoliche… Sí que fui goloso. Ja ja ja. O los chifas de la calle Capón del Mercado Central que visitábamos con toda la familia algunos domingos luego de las misas del Padre Alberto en la Iglesia de Santa Ana. Luego vendrían mis clases de catequesis y los concursos de chicos, algunos inclusive ganaría para orgullo de papá. Los rostros de mis amigos de la infancia: Juan Carlos, Armando, Nelly, Marcela, mi primo el Beto Gordo y sus travesuras… la pucha son muchísimos. Si habremos jugado carnavales con globos y agua sucia y reventado cientos de cohetes. Y también corrido y asustado. La sola mirada fija de papá o el gritazo de mamá marcaban lo que se debía de lo que no se debía hacer. Y creo que aprendimos las lecciones: Respeto, Estudio y Trabajo por encima de todo. También recuerdo algún toque de queda en los años de los militares, con calles vacías en las noches y tanquetas pisando el asfalto y hasta algún terremoto como el del 76 que vaya que remeció las calles y casas del barrio.  

A los cinco años llegó mi turno del jardín escolar en el “Corazón de Jesús” con la señorita Jenny, profesora inicial de varias generaciones de casi todos mis vecinos. Todavía siento nostalgia al ver que ya no existe ese colegio, un emblema de la vecindad. Luego vendría mi alma mater de toda la primaria y la secundaria: el colegio de varones La Merced. Llegué a estudiar los primeros grados en los claustros de los frailes mercedarios de la calle Carabaya, en el centro de Lima. Y luego en el fundo de Ate, donde si me quedaba dormido y perdía la movilidad escolar, nos esperaba con mi madre un largo viaje, corriendo microbuses en la Carretera Central, atravesar la trocha y la chacra de vacas que separaba el fundo de la carretera. El padre Diaz, el Padre Guerrero, el profe Fernando de la Cruz, el profe Berrios, el profe Salinas, el profe Yaya… y mis compañeros de la primaria, con nuestros juegos y peleas, la primera comunión, los paseos a las piscinas y ruinas arqueológicas, recreos y desfiles. Siempre seré un orgulloso mercedario.

Ya en esos años aparecería la Argentina. En la final del mundial de fútbol del 78, tenía nueve años y le aposté a mamá y perdí. Yo quería que gane Holanda en la final y ganó su favorita y recontra amada Argentina. Ja ja ja. No sé por qué me causaba temor ver al General Videla y los militares festejar en las tribunas.  Me intrigaba conocer todas las calles y lugares que mostraban las imágenes de unos viejos naipes que había en casa: Av Corrientes, Av 9 de Julio, Córdoba, Mar del Plata, Bariloche y tantas más. Eran casinos con postales turísticas que había traído mi madre de uno de sus viajes a Buenos Aires con mis hermanos mayores. Y pensar que con mis escasos diez años esos eran mis lugares inalcanzables. Algún día soñaba con ir “sólo a visitarlos”. Cosas de la vida. Pero eso será parte de otro capítulo…

Gustavo Huayre

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